lunes, 1 de septiembre de 2025

Salvado por la Fuerza

Esta entrada se encuentra participando en el Desafío Peliplat Septiembre 2025 
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 A decir verdad, no solía pensar en mi niñez ni mucho menos en mi adolescencia conforme me encontraba navegando el camino de la juventud hacia la adultez. Desde niño siempre soñaba con ser adulto, para estar libre e independiente. Tal vez por encontrarme algo adelantado para esa edad, debido a que no encajaba con la inmadurez de mis compañeros al desenvolverme con seriedad y frivolidad.

Bueno, ya que estoy siendo honesto, tampoco se las ponía fácil al detestar los deportes o cualquier actividad que implicara algún esfuerzo mínimo o me llenara de tierra. Por decir que en los recesos escolares me iba directo a la biblioteca para leer libros de egiptología o historias bíblicas. Ahora que lo recuerdo, disfrutaba mucho estudiar y hacer mis tareas.

Mi desventaja radicaba en mis problemas de dicción lo cual afectaba mi autoestima, y sumándole a que era un niño sensible y con una voz aguda, solía ser el hazme reír de mis compañeros quienes siempre hallaban la manera de hacerme sentir mal: y si andaban de suerte, hasta lograban hacerme llorar. Y como el devoto adventista del séptimo día que era, me quedaba callado y lo absorbía todo como esponjita. Nunca me defendía por miedo a irme al infierno o ser castigado por ese Dios Todopoderoso.

Era tan sólo un bebé cuando por un milagro en la familia, mis padres decidieron formar parte de la Iglesia Adventista. Una religión tan dura y demandante por estar prohibido el comprar o ver la televisión los sábados, y pobre que te atraparan yendo a los cines o conciertos. Tan así estuve de metido que desde preescolar hasta secundaria estudié en una escuela de dicha naturaleza.

Por tanto, resultó imposible no desarrollar un temor tóxico hacía Dios en lugar de uno amoroso, y es que desde muy pequeño crecí con la representación de un Dios serio y castigador. Ese Dios que todo lo miraba y todo lo juzgaba. Ese Dios que te ponía a prueba como lo hizo con Jacob y por ello lo mejor era siempre dar la otra mejilla y sufrir como Jesús sufrió para ser dignos de su salvación.

Me viene a la memoria un discurso de una profesora sobre que en el cielo se te daría una corona engravada por estrellas, pero he aquí el truco, cada estrella representaba a cada alma que uno mismo había logrado convertir al cristianismo. Lamentablemente, el último año lo cursé como un miembro no perteneciente de la Iglesia y graciosamente por ser el mejor de mi generación, me encerraron con un pastor para hablarme de los planes que tenía Dios conmigo en lugar de hacerlo con un compañero que ese mismo día lo habían atrapado con una cerveza en su mochila, y no se diga de otro que cargaba con el Kama-sutra disque a “escondidas”.

Quizás y haber crecido bajo esta doctrina detonó esa madurez tóxica en mi niñez, eso y la constante confusión e inseguridad en la que solía hundirme al desconocer el sitio en donde me hallaba fueron las consecuencias de haberme vuelto una presa fácil para mis adorables bravucones quienes les fascinaba usarme como un saco de boxeo. (Aquellos viejos tiempos… dicho de forma irónica).

Agradezco que el daño nunca haya sido físico, aunque no puedo evitar pensar en que hubiese sido mejor lidiar con esa clase de dolor porque las heridas ocasionadas por tanta discriminación, burla o aislamiento han tardado en cicatrizar. Ciertamente, las grandes batallas a veces suceden en nuestra propia mente y depende de nosotros mismos, de lo que hemos aprendido, nuestros valores, fe y pasión para sobrevivir porque también somos capaces de hacer lo impensable cuando te sientes incomprendido y fuera de conexión.

No es tanto la soledad o el aislamiento, sino el estado de ánimo en el que te encuentres para tan así cuestionar tu voluntad de vivir. Tan cerca estuve, sí, tan cerca estuve de no sólo hacerme daño sino de quebrarles el corazón a mis padres por estar enfocado en mi oscuridad, por creer que había sido un defecto de fábrica, por no ser lo suficientemente bueno y de que todo fuese mi culpa.

Una anécdota que solía acecharme en las reuniones familiares consistía en mencionar que cuando yo era un pequeñito, cada que alguien me llamaba la atención para decirme en un tono medio regañón: - ¡Ay Adrián! Inmediatamente me agarraba llorando como si de verdad yo hubiese hecho algo terrible.

Era tan gracioso para mis tíos cada vez que lo contaban y tardé décadas en darme cuenta de que para nada era gracioso hacer llorar a un niño haciéndole creer que había hecho algo malo. Era triste y preocupante tratándose de mi autoestima y, por tanto, un claro indicador de que necesitaba ayuda porque esa sensibilidad o sentido de culpa sólo terminaría por afectarme y así sucedió. De igual forma era lo “normal” en esos tiempos, por lo que se vuelve irrelevante.

Ahora ¿por qué me encuentro contándoles algo tan personal y deprimente cuando este desafío tiene como objetivo hablar de la película que nos transporta a la infancia?

Porque opté por bloquear mi niñez en cuanto egresé de la secundaria. Lo mismo hice con la preparatoria y la universidad, pero esas ya son otras historias que podrían contarse. En pocas palabras, odiaba mi niñez y no quería saber nada al respecto de ese pasado “inexistente”. Tan así que no quería estar con niños sino con adultos. De hecho, desde niño prefería estar ahí en las reuniones especialmente de mis tías para escucharlas hablar y hablar.

Cuando se estrenó el Episodio VIII de Star Wars titulado Los Últimos Jedis, mi hermano y algunas personas no entendían el por qué no me había ofendido por lo sucedido con Luke Skywalker y su reciente tormento, culpabilidad y rechazo a la Fuerza. Y se debe a que, dentro de mí, surgió un entendimiento por todo lo que me había ocurrido. Inevitablemente, me vi en la necesidad de explorar esa fase “borrada” de mi existencia.

Recalco borrada porque me temo que los recuerdos seguían ahí reprimidos en mi interior, ahí en la bandeja de espera, pendientes de ser procesados, pero siendo pospuestos una y otra vez hasta que un suceso te hace detonarlos y es justamente lo que sucedió tras ver el Episodio VIII y todo lo que se desencadenó a sus alrededores porque ahora había un ambiente tóxico entre los seguidores de Star Wars.

Honestamente, siempre lo ha habido y lo tengo presente desde el estreno de las precuelas, es más, desde El Retorno del Jedi en 1983, es sólo que no había redes sociales como para hacer mucho ruido como se hace hoy en día ante cualquier desacuerdo.



Llevaba bastante tiempo que me estaba costando trabajo ver las películas de Star Wars, como que sentía el peso de los años, porque tenía como 9 años la primera vez que vi el Episodio IV, referida sencillamente como Star Wars en 1977 y que en 1981 se subtituló Una Nueva Esperanza. Recuerdo como si fuera ayer cuando se encontraba la campaña de las ediciones especiales y siempre me atraía la atención la máscara de Darth Vader y el rostro peludo de Chewbacca.

No tenía idea alguna hasta que mis padres llegaron y me sorprendieron con el VHS del corte original. Habían decidido rentarla y mostrárnosla a mí y mi hermano, y en cuanto pude leer "Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana..." seguido de una apertura musical de John Williams, me quedé engranado con el texto introductorio, leyendo palabra tras palabra, tratando de entender e imaginarme lo que estaba por venir lo cual no pude siquiera hacerle justicia por la enorme escala en que se nos es revelado un destructor para después ser testigos de una lucha entre rebeldes e imperiales liderados por vulnerables héroes y poderosos villanos.

No se me olvida cómo mis tíos les apostaron a mis padres que mi afición por esta Galaxia era tan sólo una fiebre que se me quitaría en un par de meses, pues me temo que han pasado treinta años y esta fiebre no sólo sigue presente sino es la única que me ha ayudado a seguir respirando y disfrutando de lo bueno y lo malo que la vida me ha dado. Si no fuera por este episodio, me temo que no me encontraría compartiendo esta historia con ustedes.

Verán, lo que realmente estaba perjudicando el disfrutar de nuevo la trilogía clásica y las precuelas era por su capacidad de conectar con mi niño interior, ese niño que decidí meter en una prisión en el rincón más oscuro de mi mente, a ese niño que dejé ahí solo, abandonado e incomunicado.

Es difícil de explicar, y de comprender debido a que tuve que estar casi tres años en terapia psicológica para hacer las pases con ese niño y ese adolescente. Parte del proceso, parte del vivir y como tal, la ventaja de comprender el estado depresivo y vulnerable de Luke Skywalker durante su exilio en el planeta oceánico de Ahch-To.

Volver a reproducir Star Wars: Una Nueva Esperanza me hizo recordar los buenos momentos que tuve de niño; como darme cuenta de que mi imaginación de un día para otro me mantuvo entretenido de los malos ratos que pasaba en la escuela, al considerarme una especie de caballero jedí en una misión secreta por la alianza rebelde.

Ahí me veían haciendo gestos con mis manos según yo para usar la Fuerza, o callando mi mente para intentar no llorar ante la burla de mis compañeros. En pocas palabras, me dio la fuerza que necesitaba para dejar de darle peso a esos malos pensamientos y a ya no pedirle a Dios que me llevara con él cada noche en víspera de que en un par de años saldrían las precuelas y obvio que no quería perdérmelas por saber más de los Skywalkers.

Gracias a la forma en que hablaban algunos de los personajes o alienígenas, la ansiedad causada por mis problemas de dicción disminuyó al percibir que, así como existía esta galaxia de personalidades especiales, también habría otro sitio o lugar en donde mi voz y forma de comportarme serían percibidas como algo normal y natural. Incluso, todavía conservo mis sets de Micromachines en donde cada tarde, después de salir de la escuela, me ponía a jugar imaginando toda clase de historias o misiones.

Sostenía a un diminuto Luke en mi set de Dagobah y a través de éste confesaba todo lo malo que me había pasado entre clases al maestro Yoda. Con la Princesa Leia, era siempre la líder, la que organizaba las misiones o lideraba las batallas, Han Solo me hacía reír y Darth Vader, bueno he aquí un dilema cuando descubrí que era el padre de Leia y Luke. Por mucho que me gustara que fuese el villano, siempre encontraba agradable rehacer una y otra vez la escena en que rescataba a su hijo de las garras electrizantes del Emperador.

Sí, gracias a Star Wars, pude reconectar con mi niño interior y enfocarme en todo lo bueno y a su vez pude procesar o reinterpretar todo lo malo para encontrarle el lado bueno, porque no sería la persona que soy ahora, ni siquiera estaría vivo sino fuera por esta película de “entretenimiento” que me mostró que aún hay cosas buenas por las que luchar y soñar por más imposibles o perjudiciales que sean.

La esperanza siempre muere al final, antes no solía creerlo, ahora sí y es por eso que pase lo que pase, yo voy a seguir siendo un seguidor de esta saga y al igual que lo hago con los demás, daré siempre el beneficio de la duda o trataré de ver la bondad en las personas por más despiadas que sean conmigo y con los demás.

Yo sé bien lo que se siente que te traten mal, que hablen a tus espaldas o te digan que no sirves para nada y te lo recuerden cada vez que tengan la oportunidad. Desde muy niño he cargado con ese peso y por esa misma experiencia, prefiero dejarlo pasar, soltarlo y tratar de sacar lo mejor. No busco venganza ni tampoco quiero causar ese mismo daño que me hicieron, sólo quiero ser un Jedi como lo fue Luke Skywalker al igual que como lo fue su padre antes de él.

Dado el reciente anuncio de que Star Wars Episodio IV: Una Nueva Esperanza volverá a las salas de cine en 2027, estoy seguro que será un evento que tanto yo y mi niño interior vamos a disfrutar como locos porque todavía sigo jugando, aunque ahora mis juguetes sean mi teclado y mis podcasts. Por decir que todavía sigo sintiendo esa promesa de salir al mundo cuando se lo presencié en el rostro de Luke conforme miraba el atardecer de los dos soles en Tattoine.

Jamás podré dejar de fantasear con el recorrido en el túnel de la Estrella Letal: mi hermano me lo escenificaba a bordo de su bicicleta al pasar por un callejón con hoyos y sobre todo, es algo que me ha mantenido unido con él y mis padres porque hasta la fecha seguimos sin perdernos ninguno de los estrenos ya sea en el cine o en Disney Plus.

Star Wars es un cuento de nunca acabar en mi vida, y es exactamente eso, mi vida y mi niñez. Me dio la Fuerza cuando más la necesitaba en enero de 1997. Ser niño no fue fácil para mí como ya podrán haberse dado cuenta, más eso no es lo que quiero sacar a relucir de esta nota, sino quiero hacer hincapié en la importancia de tener un soporte cuando eres diferente a los demás y estás creciendo.

No es saludable suprimir emociones, quedarse callado y asumir que todo lo malo sucede por culpa de uno mismo. Eso de que te digan que estás por quieres estar ¡No! ¡Claro que no! Estás porque estás y debes hallar la forma de salir adelante, hacer alianzas y confiar en uno mismo y en los demás, y nunca juzgar sino conectar y en dar el beneficio de la duda. Es así como yo decido mirar la vida a pesar de todo lo malo que nos rodea.

La película de Star Wars: Una Nueva Esperanza no sólo me reconectó a mi niñez sino me hizo ver que tuve una niñez y gracias a ello, puedo seguir disfrutando, aprendiendo y dejar volar mi imaginación a pesar de ser un adulto. Sin duda voy a disfrutar el relanzamiento en April 30 de 2027 ya que no encuentro una mejor manera de cerrar este círculo que viendo la película que cambió mi vida en la gran pantalla.

Gracias.